Crónicas de la Biblia de Aglaia I
La luz que irradiaba el cristal abrigó el viejo altar ocultado por las sombras, revelando el aspecto lúgubre del templo. La piedra de los sacrificios estaba enterrada por el polvo y las telarañas, al igual que el resto de elementos de las ruinas, aunque aún conservaba los restos de sangre de quienes en el pasado fueron entregados a unos dioses ya olvidados. El aura a muerte todavía impregnaba el ambiente.
«Otro templo saqueado por completo» pensó Astra. «A este ritmo jamás encontraré ninguna referencia». Comprobó las vasijas milenarias de los extremos que se desintegraban con la más leve presión, desvelando pequeñas criaturas momificadas y endurecidas como una roca. Astra imaginó que eran niños, no se atrevió a pensar cómo acabaron así.
Elevó el trozo de cristal para apreciar el desfigurado mural del fondo. Todavía se distinguían algunas figuras, la pintura desapareció hace mucho y una capa de moho verde coloreaba los rincones. Incluso crecían algunas hierbas sobre una de las fisuras en la piedra. En el centro destacaba una forma humanoide consumida por la erosión.
—¿Aglaia? —preguntó Astra en voz alta. Con la yema de sus dedos acarició el relieve pulido—. Necesito información sobre la Biblia, me niego a creer que seas tan solo una leyenda.
La huella de Aglaia era rodeada por otras siluetas consumidas por el paso del tiempo, lo que en un pasado lejano fueron los emblemas de las casas que custodiaban los secretos de la Biblia. Astra reconoció la flor de Isadora entre las formas desgastadas, su inconfundible relieve sobresalía en la roca. Cinco puntas de líneas curvas en perfecta armonía geométrica. Esa flor era la única pista que tenía sobre la Biblia de Aglaia. Aunque también era la causa de sus problemas.
Agarró el trozo de trenza pelirroja que llevaba anudada sobre su colgante. Su imaginación voló hasta la tierra donde creció, hacia el mar de pastos verdes de la pradera de Neryn donde con las primeras señales de la primavera se asentaban los kuyenda, su pueblo nómada.
En la tienda del abuelo siempre había un rincón para el tiesto de las flores de Isadora, tan blancas, idénticas y hermosas. Junto a ellas estaba el marco de papiro con el fragmento de la Biblia de Aglaia. Una flor de Isadora perfectamente dibujada encabezaba los caracteres de una lengua olvidada, que su tribu transmitía cada generación. El manuscrito detallaba los principios para iniciarse en la hechicería.
La lona de la tienda se abrió y su abuelo entró.
—Astra, No has terminado de curtir las pieles de ciervo.
—Lo siento —respondió mientras se incorporaba del suelo—. Olvidé regar las flores. Trabajaré hasta tarde si es necesario.
—Estabas repasando la Biblia —reprochó el anciano. Astra agachó la cabeza—. Estás sucia y con el trabajo a medias. Si vas a posponer algo que sean tus estudios.
—Mirenia me contó que mi madre era una hechicera experta a mi edad. —Astra acarició el trozo de trenza roja como cada vez que pensaba en su madre, era el único recuerdo que guardaba de ella—. Apenas sé reproducir los conjuros elementales, quería repasar unas líneas antes de olvidar los consejos que la sacerdotisa me mencionó.
—Eres su viva imagen —dijo agarrándole del hombro—, si no fuera por tu cabello negro creería que he vuelto atrás en el tiempo. No te preocupes por tus habilidades mágicas, ni quieras parecerte a tu madre más de lo debido. Fue a los diecinueve años, a tu misma edad, cuando se marchó por primera vez de la tribu, a las tierras del oeste. A veces me culpo por haberle forzado tanto para convertirse en sacerdotisa, aunque al menos tú llegaste más tarde.
Los buenos recuerdos pronto se turbaron, aún era muy reciente el dolor. Hacía solo un año del ataque contra su pueblo, todavía le zumbaban los oídos con el rumor de la lucha.
Astra dormía profundamente cuando los gritos de desesperación ahogaron el silencio nocturno.
—¿Qué ocurre? —gritó Astra al despertar en mitad de la noche. Su abuelo la sacó del lecho de pieles donde descansaba.
—Bandidos —respondió—. No hay tiempo, vamos a mi tienda.
Le invadió una sensación de terror mientras el anciano le agarraba del brazo para arrastrarla hacia el exterior. En la otra mano portaba una espada ancha con el filo desnudo y ensangrentado. Él siempre decía que antes de desenvainar un arma uno debía estar preparado para utilizarla, para matar a su adversario.
Fuera parecía como si hubieran cambiado su apacible aldea del valle de Neryn por una horrible guarida de los infiernos. Las tiendas y los pastos ardían, el humo escocía al contacto con los ojos, cuando la muchacha pisó con sus pies desnudos el suelo húmedo descubrió unas horribles marismas de sangre. Entre las llamas, la gente de su pueblo luchaba contra las sombras que surgían de la espesura del fuego. Los gritos de desesperación junto a los de furia se mezclaban para confundir más a la chica.
El abuelo tiraba con fuerza de Astra cuando una sombra apareció ante ellos, pero de un tajo se desplomó contra el suelo. Entonces Astra se percató de que no eran sombras sino hombres embozados y vestidos de negro.
El camino hasta la tienda del abuelo apenas duró unos segundos pero pareció una eternidad. Las lonas amortiguaban el rugido salvaje del exterior pero la sensación de inquietud aumentaba cada vez más.
—¿Qué ocurre? —soltó la joven con voz quebrada.
—Vienen a por el fragmento de la Biblia de Aglaia.
—¿A por el pergamino del marco?
—No, a por el verdadero manuscrito.
Extrajo de su viejo arcón un pequeño cofre negro con una flor de Isadora de nácar incrustada, Astra nunca había visto aquel objeto. También sacó el gran escudo de caparazón de anklasi, un material tan duro que era capaz de repeler los conjuros.
—Astra, escóndete debajo del caparazón.
—No me esconderé mientras están todos luchando.
El abuelo lanzó al suelo un colgante con el emblema de un ojo sobre una semicircunferencia.
—Uno de esos asaltantes lo llevaba. Tu madre, cuando te trajo aquí recién nacida, me advirtió sobre este símbolo. Se trata de un clan que busca la Biblia de Aglaia. Dijo que acabarían encontrándonos y su poder no es comparable a nada conocido. No le hice caso entonces. Estaba lleno de furia cuando me enteré sobre su nueva partida, dejando a su pequeña.
—No te preocupes abuelo. Te ayudaré, salgamos de aquí juntos. Ya domino las artes del agua y la tierra.
—No dudo de tu valor —dijo el anciano agarrando las manos temblorosas de Astra.
El abuelo pronunció unas palabras en la lengua olvidada, una descarga eléctrica brotó de sus manos arrugadas. La sacudida dejó inconsciente a la chica.
Al despertar la cabeza le zumbaba, no recordaba que había pasado hasta que sintió el caparazón que le cubría. Lo apartó con rapidez, con la esperanza de que todo fuera un horrible sueño pero todo a su alrededor estaba consumido por las cenizas. Acababa de amanecer y algunos focos continuaban expulsando humo.
Astra tiritaba de ansiedad, derramando lágrimas mientras a paso lento contemplaba los estragos del ataque nocturno. Apenas era capaz de reconocer los cuerpos calcinados y fue entonces cuando encontró lo que parecían estatuas sobre los restos.
Se acercó a una de ellas. Reconoció a Mirenia, la sacerdotisa. Pero no era humana, su cuerpo era ahora obsidiana tan oscura como la amargura que le consumía el corazón. Corrió por el bosque de cuerpos inertes, todos eran conocidos pero no le importaba. Buscaba a su abuelo, al encontrarlo enterró las rodillas sobre el suelo quemado. Lloraba desconsolada.
Astra se sorprendió al derramar lágrimas ante el mural de piedra marchito. Limpió sus mejillas y lanzó un último vistazo. Se fijó en la hierba que crecía entre la piedra, como una señal de esperanza. Agarró las briznas, recordaba ese tacto.
Sostuvo la trenza de su madre y posó la otra mano en la fisura. Las palabras en la lengua antigua sonaron con fuerza. Su voz hizo resplandecer el pelo rojo de la trenza, dotando de poder su otra mano. La piedra se quebró, convirtiéndose en una catarata de fina arena, abriendo una abertura por la que brotó la luz.
La brecha era lo suficientemente grande para que Astra pasara a rastras. Alargó sus brazos para apartar la arena y gritó de alegría al contemplar las flores de Isadora al otro lado. Era una gruta natural con orificios en el techo que permitían el paso de los rayos de sol.
Allí fue donde encontró el monolito, pero esta vez las inscripciones eran claras. La lengua antigua estaba grabada en su superficie.
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