Crónicas de la Biblia de Aglaia IV
—La dirección indica el siguiente cruce —dijo Astra.
—Lo mismo dijiste antes —reprochó Giles.
—Lo dije antes de que nos llevaras por el lado equivocado.
—¡Solo te sigo!
—¡Calla! —instó Astra—. Hemos llegado.
Una hilera de chabolas formaba el callejón. Unos niños quedaron absortos al ver a la pareja pasar por allí, corretearon alrededor de ellos con sus ropas roídas y los rostros llenos de mugre. Pocas veces encontraban unos aventureros en su zona de juegos.
—¿Estás segura que nos pagarán bien? —comentó Giles.
—Sí, en el anuncio de la posada hablaba de una generosa recompensa. Quienes buscan los servicios de un hechicero saben a lo que se enfrentan si no pagan el precio acordado. Es aquí.
A Astra le llamó la atención una pequeña talla de madera con forma de demonio sobre la puerta. Cuando llamó, alguien entre abrió y asomó su ojo por la ranura.
—¿Quién es? —dijo una voz de mujer.
—¿Vania? Soy Astra. Leí el anuncio que dejaste en la posada, soy hechicera.
La puerta se abrió del todo.
—Adelante —dijo la joven—. Sed, bienvenidos.
La chica era de una hermosura imposible de explicar aunque vestía ropas humildes. Lucía un pelo color azabache que le llegaba hasta la cintura. La casa era pequeña pero acogedora, la ventana no dejaba entrar mucha luz. Vania les invitó a sentarse y ofreció una taza de té verde.
—Necesito ayuda con mi amado, Ícaro. Pasó hace varias semanas, comenzó a sentirse más fatigado y cansado de lo normal. A pesar de guardar cama y alimentarse todo lo que pudo, la situación empeoraba a cada día que pasaba. Ahora apenas tiene fuerzas moverse. Estoy muy preocupada.
—Astra no es una curandera —cortó Giles.
—No te metas —espetó la bruja—. Supongo que si me necesitas es porque imaginas que se trata de alguna maldición.
—Sí —respondió la joven.
—Entonces condúceme hasta él.
Vania agachó la cabeza y cerró los puños.
—No puedo —dijo—. Su familia no le permite verme, llevamos nuestra relación a escondidas. Él es un noble, y yo….
Las lágrimas no le dejaron terminar.
—¡Vamos! No te pongas así —dijo Astra tratando de calmarla—. Dime dónde vive, nos ocuparemos nosotros.
* * *
En el barrio rico todas las viviendas estaban resguardadas por muros de piedra. El hogar de Ícaros lo precedía un pórtico de acero en forma de alas.
—Solo queremos ver a Ícaros —replicaba Astra—. Si es una maldición lo que padece lo curaré.
—No necesita la ayuda de ninguna vagabunda —impuso el noble entre los guardias de la entrada—. El problema de Ícaros es esa fulana, seguro que le ha transmitido alguna enfermedad rara.
—¿Enfermedad?
—Sí, esa mujer es una puta. Mandé a uno de mis hombres para confirmarlo. Largaos de aquí o llamaré a la guardia.
Astra y Giles se marcharon dando la vuelta por el recinto.
—Esto cada vez se pone más turbio —bufó Astra.
—Si se quieren deberían dejarlos en paz —sugirió Giles—. Siempre que los dos estén de acuerdo.
—¿Notaste algo raro en Vania?
—Dudaba de dónde sacaría el dinero para pagarte. Ahora lo sabemos.
—No me refería a eso. Le envolvía un aura mágica, no es humana.
Astra permaneció pensativa.
—De todos modos si no vemos a Ícaro no nos pagaran —agregó—. Me dan igual sus problemas.
—No todo en la vida es dinero.
—Sin dinero nos moriremos de hambre. Además, te recuerdo que estás en deuda conmigo por permitirte acompañarme.
Pararon en el punto opuesto de la entrada.
—Quédate vigilando —dijo antes de escalar el muro.
En el otro lado todo era tranquilo. Los pájaros cantaban al ritmo del agua que corría por la fuente. Las esculturas adornaban la vegetación colorida. Astra percibió a dos guardias patrullando pero resultó fácil evadirlos entre los matorrales.
Espió las ventanas del edificio hasta que encontró una habitación donde la luz del sol entraba abrigando a una persona en la cama.
—Tú debes de ser Ícaro —anunció mientras saltaba por la ventana.
—Me sorprendería de ver a alguien entrada por la ventana si no la hubiera usado cientos de veces para salir —dijo con voz débil.
—Querrás decir para escapar a ver a Vania.
Astra se acercó y encontró a una persona consumida, casi en los huesos, con aspecto de anciano.
—¿Te manda Vania? ¿Cómo se encuentra? Hace días que no sé de ella.
—Preocupada por ti, por lo demás perfecta. Me envió para ayudarte.
Extendió los brazos y clamó un hechizo de sanación en la lengua antigua. Posó las manos en las extremidades y masajeó las articulaciones. Después, examinó el pecho y el estómago.
—¿Te sientes más relajado?
—Sí —dijo Ícaro con fuerza—. ¿Me has curado?
—No, solo es un hechizo de regeneración. Ya estabas curado. Tardarás un mes en volver a la normalidad, quizás más. Hasta entonces descansa.
—¿Qué me ocurría?
—¿Sabes lo qué es Vania en realidad?
—Sí.
—No me refiero a ser prostituta sino que no es humana.
—Lo sé, no me importa. La amaré siempre.
* * *
Astra pidió a Vania que se encontraran en las afueras de la ciudad, junto a un gran roble que se erigía en un claro del bosque. La joven llegó a la hora convenida, con la ropa humilde de siempre y una tranquilidad rebosante de tristeza.
—Sabías el problema desde un principio, ¿verdad? —dijo la bruja.
Vania asintió. Parte de la ilusión había desaparecido, sus ojos se volvieron totalmente oscuros, sin iris. La lengua asomaba bífida entre los labios y sobre la cabeza adornaban cuernos de cabra. Lanzó una bolsa.
—Es todo lo que tengo, todo tuyo.
Astra agarró el dinero al vuelo y dirigió la palma de su mano contra el demonio.
—Los súcubos encantáis a vuestras victimas para mantenerlas bajo control, pero a veces el hechizo se refleja y os enamoráis mutuamente. ¿Pensabas que prostituyéndote se salvaría?
—También traté de abandonarlo, pero mi amor es demasiado fuerte.
—¿Sabes que si él muere se romperá el hechizo y te olvidarás de él?
—Sí. Prefiero que él se libere.
—Entonces cierra los ojos.
La bruja cantó el hechizo, agarró la trenza pelirroja que colgaba de su cuello para amplificar el efecto y miró por última vez al súcubo. Permanecía serena, a diferencia de Astra que le temblaban las piernas y se le quebraba la voz.
—¡Pilar de llamas! —gritó con lágrimas en los ojos.
Una columna de fuego rodeó a su objetivo, desvelando las garras de las manos y las pezuñas de los pies. El fulgor desintegró el cuerpo hasta que solo quedaron cenizas.
Continuará…