Era por la noche en el bosque Esmeralda, los murciélagos batían las alas surcando por la oscura bóveda que formaban las copas de los robles. Los dos prófugos atravesaban la floresta como una flecha con rumbo incierto.
Hace dos lunas los fugitivos aprovecharon un despiste de la guardia para escapar de su cautiverio en fortaleza del señor Rosh, defensor de las tierras norte de Aradanta. Arrancaron a pedradas las cadenas que antes aprisionaban los grilletes que todavía permanecían en sus muñecas.
–Mis pies flojean, necesito un respiro –dijo Darlo, en un vago intento de convencer al Yurk.
–Los arandon sois hombres endebles –reprochó Iru, el portador de la gruesa rama a modo de garrote–. Estamos en peligro, la oscuridad del bosque nos ampara pero no luchará por nosotros.
Darlo frenó en seco, jadeando fuerte. Iru se detuvo junto a él.
–Lo siento, necesito un respiro.
–No te preocupes, en la tribu de los Yurks nunca abandonamos a un compañero.
Iru lo agarró del hombro para ayudar a que se sentara sobre unas raíces nudosas, luego se agachó y puso el oído sobre la tierra. Trataba de escuchar los sonidos del bosque, vigilaba por si alguien se aproximaba.
–Hay calma en el bosque, alrededor los animales revolotean por nuestra culpa.
En la penumbra del bosque todo parecía calmado, sólo se distinguía la respiración ronca de los fugitivos, las sombras formaban siluetas siniestras en los rincones donde la plateada luz de la luna alcanzaba con dificultad. El viento arrastró consigo un ulular que sobresaltó el silencio.
–Mira –vociferó Darlo señalando–, en aquellas ramas.
Un búho vigilaba majestuoso con sus penetrantes ojos dorados desde arriba, desde la copa de los árboles. Iru busco piedras por el suelo y entre blasfemias las arrojó al rapaz que escapó volando.
–Fuera demonio de mal agüero –gritó–. Los ojos de esa criatura están conectados con la visión de los dioses. Nos acechan para entretenerse, huelen nuestra muerte. Debemos continuar.
–Solo un momento –reclamó Darlo.
Pero no disponía del tan preciado tiempo. El sonido de un disparo los alertó y un haz de luz iluminó el bosque para luego impactar a los pies de Darlo. La excusa fue perfecta para iniciar la carrera de nuevo.
El guardia corría incansable tras los delincuentes, les pisaba los talones. Cubría su cabeza con un casco brillante de plata, el torso desnudo lo inundaban tatuajes tribales y lucía tres plumas de colores en el colgante. En las manos portaba un rifle láser de precisión y de la espalda pendía un mandoble.
–Si continuamos a este ritmo nos atrapará –dijo Iru.
–Ese que nos persigue es buen tirador, casi acierta a pesar de la distancia –soltó Darlo exhausto.
–No te preocupes, tengo un plan para escapar de esta.
–Cuéntame más, ayudaré en lo que pueda.
Iru clavó su mirada en él y dibujó una sonrisa malévola.
–Esa es la idea.
Acto seguido golpeó con la rama en la rodilla de Darlo, la fuerza del impacto le hizo caer y rodar por entre unos matorrales.
–Maldito –bramó desde los suelos.
Con un esfuerzo sobre humano se levantó, con el dolor de la rodilla ensangrentada avanzaba lento, cojeaba. Aun así luchaba por su libertad.
Iru huyó como una gacela amenazada. Desapareció entre el laberinto de árboles, guarecido por la oscuridad de la noche. Los gritos de Darlo reclamando ayuda se perdían sin respuestas a su espalda.
A la mañana siguiente, Iru dormía en el hueco formado por las raíces nudosas de un árbol caído. El sueño tardó en apoderarse de él pero el cansancio ayudó.
Se sobresaltó por unos leves golpes latiendo sobre su espalda. Veloz abrió los ojos y ante él se erigía un hombre de mediana edad, arropado con una sucia túnica gris bajo una capa harapienta color musgo. Se apoyaba sobre un largo bastón de metal, bastante oxidado y con ornamentos desgastados. Era bastante escuálido y con la piel arrugada, cualquiera lo confundiría con un anciano de no ser por la larga barba negra, desprovista de cana alguna.
–Pensaba que estabas muerto –habló el ermitaño, observando con curiosidad, con grandes ojos negros y penetrantes. Dio un golpe de bastón en un grillete–. Con eso en las muñecas y un aspecto tan descuidado diría que escapaste de la fortaleza de Rosh.
Iru se levantó sin añadir nada, demasiado tenso.
–Un proscrito. Je, je, je. –El ermitaño enseñó sus dientes amarillos al reír–. Es nuestro día de suerte.