Fragmento del manuscrito Mundos de Leyendas
El posadero vestía una bata sucia por manchas de grasa, mecía la oronda barriga al encaminarse hacia el hombre solitario de cabellos rubios. Primero colocó la jarra de cerámica sobre la mesa.
—¡Cerveza fresca! —balbuceo con tono amigable y la cara colorada a causa del alcohol.
El rubio agarró la jarra para dar un largo trago.
—¿Tocará algo? señor poeta —añadió el posadero con una sonrisa entrañable mientras colocaba el plato de liebre horneada con zanahorias y setas—. Hay que celebrar la vuelta del grupo de batida.
—Primero disfrutaré de tan suculenta comida y refrescaré el gaznate, don Teodoro —respondió el bardo—. Quizás conforme avance la noche me anime a cantar. Me siento algo cansado y por lo que veo han montado un buen festejo sin mi ayuda.
El salón de la posada estaba abarrotado hasta reventar, las mesas rebosaban vida y jolgorio. Los exploradores bebían todo lo que se abstuvieron durante su viaje e incluso más. Berreaban a coro canciones obscenas, comían hasta que no le cabía nada más en la panza. Las mujeres de la aldea acompañaban a sus amantes y las que no tenían se agrupaban entorno a los solteros más codiciados.
Jenna se deslizó junto al bardo con la cara rebosante de alegría y el jubón medio abierto mostrando un generoso escote.
—Dante, cariño —decía apartándose el flequillo del ojo derecho con la mano—, ven a escuchar las historias de los exploradores, te inspirarán en tus canciones.
Dante cesó de comer y limpió su boca con la servilleta. Le dedicó a Jenna una mirada lasciva, le agarró el brazo y la acercó para sí con suavidad.
—Estoy demasiado molesto con el regreso de los exploradores —dijo Dante con ironía—, me sentía más a gusto con todas las mujeres de Siruna para mí solo.
—¿Por eso has tenido la cara tan larga durante todo el día de hoy?
—Escuché algunas historias de los cazadores que llegaron este medio día, hablaban cosas terribles sobre el bosque. Cuando llegué a los pueblos de las Tierras Salvajes mi intención era conocer el mundo tal y como fue antes de la llegada de los hombres, quería encontrarme con la naturaleza salvaje y libre.
—Ya sales con tus vocablos de poesía y sentimientos. Los cazadores siempre aprovechan la vuelta para soltar sus cuentos del bosque.
—Esas torturas contra las tribus salvajes me sobrecogen el alma.
Jenna acercó su cara y Dante la besó con dulzura.
—Soy un artista, mi especialidad son los romances, no la violencia. Me recreaba divagando cuál puede ser la razón para que no convivamos todos juntos en armonía, y abandonar ese derramamiento de sangre sin sentido.
Jenna abrazó a Dante dibujando una sonrisa en su cara.
—Sería bueno que ocurriera pero esos idiotas son unos tercos. No permiten que trabajemos las tierras, nos moriríamos de hambre. Prohíben la tala de árboles, ¿dónde dormiríamos por las noches?¿En cuevas?¿Cómo nos protegeríamos de las bestias salvajes?
—Dormirías conmigo, por supuesto. No tendrías razones para preocuparte. Te protegería de todas las bestias del mundo.
—¿Ha vuelto tu gusto por la lucha? —preguntó Jenna aguantando la risa y ruborizada—. Ahora hablas como un guerrero. Sé que solo lo dices para impresionarme.
—En mis viajes he aprendido algunos movimientos de espada, que esté en contra de las matanzas no quiere decir que no sepa luchar y defender a las personas que quiero.
Dante se deshizo del tierno abrazo de Jenna para poner su atención en el plato.
—¿Qué has escuchado de los exploradores? —añadió Dante antes de llevarse un trozo de carne a la boca.
—Cuentan historias sobre los enfrentamientos contra los elfos, o si acaso como cazaban alguna bestia. Hablan, también, sobre un terreno lleno de recursos en el cinturón exterior de Hyeughtea.
—Hyeughtea, el Bosque Eterno —murmuró el bardo—. Es demasiado osado ir a las puertas del País de los Elfos.
—Ese es el problema, es terreno de los salvajes. Sería pecado no aprovechar unas tierras tan ricas. El bosque es harto frondoso, que se queden dentro cantándole a los ciervos y orando a los arboles antiguos.
—Me asustas cuando hablas como un gobernador —reprochó Dante y luego sorbió la cerveza.
Una escandalosa ovación interrumpió desde el otro ala de la taberna.
—Un brindis por Iaren, cazador de elfos —bramó alguien.
Toda la taberna alzó su copa, Iaren aludía con modestia.
—¿Sabes sobre la salvaje que apresaron? —preguntó Jenna.
—No —mintió Dante mientras negaba con la cabeza.
—Entonces escuché algo que te interesará saber —dijo con entusiasmo—. Iaren capturó a una elfa salvaje, una autentica y no de esas que viven marchitas y prisioneras en la ciudad, o faenando en las alquerías. Encontraron a tres elfos errantes, ocurrió mientras los hombres investigaban una beta de minerales en las proximidades del bosque. Los emboscó antes que notaran su presencia.
—Ese Iaren —cortó Dante— debe de ser muy bueno si es capaz de sorprender a unos elfos en su propio terreno.
—Sin él solo nos resignaríamos a vivir en los alrededores de la aldea. Pero deja de interrumpir. Descubrió a los elfos y preparó su arco, la primera flecha acertó en la cabeza de uno de ellos, con la segunda atravesó la garganta de otro. Los elfos no pudieron reaccionar ante la destreza de Iaren.
»Cuando tensó la cuerda, a punto de disparar la última flecha, se percató de que era una hembra. Agarró las boleadoras y se las lanzó a las piernas, atrapándola. La semana próxima la enviaremos a la capital para venderla en la casa de subastas. Se pagan auténticas fortunas por ellas, será una bonita esposa para algún caprichoso adinerado.
—También podría ser la puta más cara en un burdel.
—Olvida los dramatismos, con lo que ganemos contrataremos mercenarios para deshacernos de esos salvajes y construiremos una ciudad prospera. Debería alegrarse de seguir con vida.
Dante terminó de comer y apuró la bebida. Luego sacó el laúd del estuche para afinarlo.
—Tiene el color de ojos violeta —siguió Jenna—. Dicen que es una hermosura, que enamora con solo mirarle a la cara.
—Ahora sí que has llamado mi atención —le instó Dante con una sonrisa picarona—, no podré descansar hasta admirar tal belleza por mí mismo y conquistar su corazón.
Jenna torció el semblante dispuesta a soltar un reproche pero se percató de las intenciones de Dante y lo dejó pasar. El bardo se acomodó en la silla disponiendo el laúd sobre su regazo, afinó las cuerdas del instrumento bajo la expectante mirada de Jenna.
Con calma y gran maestría en los dedos tocó un acorde, luego una potente y melódica voz embaucó el ambiente ofreciendo un regalo para los oídos. Poco a poco todos callaron para prestar atención a la canción, algo impensable cuando minutos antes la posada cargaba con graves conversaciones embriagadas, mezcladas con el estruendo de platos y vasos.
Entonaba un fragmento de la canción de Adarco el Cazador, que narraban las gestas del héroe de las leyendas antiguas anteriores a los hombres. Era capaz de acertar con su arco a media legua de distancia. Las estrofas penetraban en los oídos hasta dibujar en la mente parajes extraordinarios de bosques milenarios y vírgenes, por cuya floresta corría Adarco con su fiel compañera, Valka la Loba.
Perseguían el rastro de un gran venado que los despistó en el corazón del bosque, allí donde irradiaba un áureo manantial que bañaba a la vegetación con el reflejo de la luz. El espíritu que guardaba el bosque tomó forma de dríada con vestido de hojas, piel de plata y cabellos dorados. Amansó a Velka y enamoró perdidamente a Adarco con la pureza de su corazón. Fruto del romance nacieron los primeros elfos en un mundo donde tan solo convivían los dioses junto a los gnomos y a la madre naturaleza.
Cuando la canción finalizó, los presentes se sentían como recién levantados de una breve y reconfortante siesta acompañada por un agradable sueño. La posada estalló en júbilo y volvieron las risas y la juerga, el posadero repartió bebidas para todos.
El bardo se levantó y en esta ocasión tocó de pie, eran acordes que todos conocían e hizo que estallaran las palmas, poco a poco se amoldaron al ritmo de la música. Dante cantó y el resto les acompañó a coro con El Brindis de Yuca la mediana, canción que Yuca compuso en la corte del rey Morhon, brincando y bailando sobre la mesa real. Pocas eran las fiestas donde no se escuchaba.
La gente continuó cantando a pesar de que Dante detuvo su instrumento. Coreaban aunque tuvieran una voz horrorosa sin ritmo alguno, danzaban taconeando sobre el suelo de madera, las mujeres hacían bailar sus faldas con gracia. Bebían y reían tanto como le permitían sus fuerzas.
Dante se aproximó hasta la puerta de la posada y se apoyó contra la pared observando con entusiasmo la panorámica. Buscó entre el gentío hasta encontrarla a ella. Miró a Jenna por última vez, admirando como bailaba, como reía y disfrutaba del momento.
Sabía que más tarde le buscaría preocupada y al día siguiente, probablemente, lo odiaría. Se despidió de todos en silencio, de aquella gente que le acogieron con buena voluntad durante las últimas semanas.
A Dante nunca le gustaron las despedidas.
Continuará…
Nota del autor: Este relato forma parte del manuscrito incompleto a día de hoy de Mundos de Leyendas. El texto y los nombres no son los finales.
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