Crónicas de la Biblia de Aglaia III
Astra cruzó el rio por el puente, continuó hasta la mitad de la encrucijada que unía los caminos del bosque.
«¿Cuál debería ser mi siguiente paso?», pensó frente al poste de direcciones. «Aranea, Meridia, Tudor y Pireo. Jamás escuche nada sobre ninguna de estas ciudades. El robo del fragmento de la Biblia de Aglaia fue todo un éxito. Conseguí la información tan rápido en aquella miserable posada que olvidé preguntar sobre los alrededores antes de escapar».
Aprovechó para descansar en un claro junto al camino donde devoró un par de manzanas frescas.
—Ojalá hubiera una taberna en este cruce –murmuró tras escupir las semillas—. Me comería una cazuela entera de estofado recién cocinado y preguntaría sobre las ciudades.
No tardó en descubrir que alguien llegaba desde el camino del puente, el mismo por donde ella llegó. Era un caballero errante con una espada larga colgando de su cinturón. Lucía una larga melena dorada e iba ataviado con un peto de cuero reforzado con cota de malla en las axilas y brazos.
Astra colocó su capa detrás de los hombros, interpretó su mejor gesto de mujer dulce e inocente antes de lanzarse al encuentro del caballero.
—¡Noble caballero! —expresó con exageración—. ¿Estaríais dispuesto a ayudar a una hermosa doncella en apuros?
—Por supuesto, he prometido ayudar a cualquier necesitado.
Astra abrió los ojos y juntó las palmas de sus manos en un gesto infantil.
—Niña —agregó el caballero—, ¿eres su criada? Llévame ante ella, hasta la doncella.
Las ropas de Astra servían para el viaje, cómodas y elaboradas con cuero y pieles de caza. Nada que ver con las exquisitas y delicadas prendas que vestiría alguien de noble cuna.
—Me refería a mí. ¡Zopenco!
—Vaya, solo eres una cría perdida. No te preocupes, te acompañaré hasta tu hogar.
Lo cierto es que Astra aparentaba menos de su verdadera edad. Se ruborizó de rabia al fijarse cómo le miraba descaradamente su poco pecho, parecía aún más plana debido al cuero ceñido.
—Seguro que soy mayor que tú —dijo a la vez que le asestó un fuerte coscorrón en la cabeza.
—¡Ay! Me has pillado por sorpresa.
—Eso te ocurre por grosero. —Señaló el cartel de las direcciones—. No ando perdida, solo necesito saber cuál de las ciudades cercanas disponen de templos importantes, con biblioteca si puede ser. Como premio te iba a permitir caminar con alguien tan hermosa como yo, ahora tendrás que conformarte con responderme. Luego tomaremos rumbos separados.
—Lo siento, no conozco este país. Pero no te preocupes, si estás perdida me comprometo a ser tu caballero protector durante un tiempo. —Se arrodilló ante la muchacha—. Mi nombre es Giles y pongo mi espada a tu disposición.
—¿Qué demonios hablas? No necesito la compañía de ningún imbécil y mucho menos protección. Soy una increíble hechicera.
Astra dio media vuelta y se dirigió hacia el camino más cercano.
—Da igual, continuaré sin indicaciones. Tan solo me retrasaré un poco más de lo debido.
En ese momento una saeta se clavó frente a los pies de la chica.
—¡Alto! —dijo una voz de entre los árboles.
Desde la espesura surgieron una veintena de hombres armados con espadas, porras y ballestas. Rodearon el cruce del camino y cercaron el paso con sus cuerpos.
—Bandidos —sugirió Giles.
—No, conozco a aquel. Es Laertes.
—Cierto, es el mayordomo de, de…, no recuerdo el nombre de su señor.
—Giles, lárgate de aquí. No me gustaría que murieras por mi culpa, serás un estorbo.
Giles desenvainó su arma y apuntó a sus enemigos en un arco de reconocimiento.
—Ya te he dicho que a partir de ahora soy tu protector. Además, creo que vienen a por mí.
Laertes se adelantó frente a Astra.
—Vaya, así que la ladrona insolente y el caballero estúpido estaban compinchados desde un principio —dijo—. Entonces a mi señor le complacería ver vuestras cabezas arrancadas del cuerpo.
—No esperaba encontrarte aquí —cortó Astra—. Primero me vendes información sobre tu señor y luego vienes a darme caza en su nombre. ¿A qué juegas? ¿Acaso quieres hacerte con el fragmento de la Biblia?
—Mis asuntos son cosa mía.
—Entonces preparaos para caer ante el poder de la hechicera más poderosa y hermosa.
Astra se colocó en una pose solemne mientras pensaba con cuál elemento acabaría con sus enemigos.
—Pero si es una cría —dijo uno de los soldados—. Me pregunto si nos habremos confundido, no parece muy fuerte.
El comentario enfureció a Astra. Agarró la trenza pelirroja, recuerdo de su madre, que llevaba de colgante y le servía de catalizador. Pronunció algunas palabras en la lengua antigua.
—¡Pilar ígneo! —gritó barriendo la mano izquierda ante la fila de hombres armados.
Un muro de fuego se desplegó sobre el terreno, transformando la encrucijada en un infierno. El cuero se derretía, las armaduras se volvían rojas y los hombres gritaban mientras rodaban por los suelos. Giles, por su parte, combatía en el otro flanco. Su espada no encontró rival digno, alternaba las paradas y los tajos con ritmo a modo de danza.
La columna de fuego debió alcanzar a Laertes, pero una barrera de escarcha lo protegió.
—¡Magia! —dijo Astra sorprendida.
El mayordomo pronunció también algo en la lengua antigua. Disparó desde la palma de su mano una lanza de hielo que Astra esquivó de un salto pero golpeó en su hombro derecho. Respondió con una llamarada poco efectiva sobre el mago pero derribó a dos de sus hombres.
—¿Estás bien? —preguntó Giles. Había acabado con la mayoría de soldados, el resto corrían despavoridos.
—Sí, solo me ha rozado. ¿Dónde se ha metido Laertes?
Había desaparecido. El aire se agitaba, la temperatura comenzó a descender progresivamente hasta formarse un ciclón de escarcha.
—Corre Giles.
El torbellino de nieve explotó y el bosque se tiñó de blanco, como tras una fuerte nevada. El viento se calmó. Los últimos rezagados que todavía podían andar se alejaron sin mirar atrás entre zancadas torpes.
—Ha escapado —dijo Astra tras unos segundos de silencio—. ¿Qué le ocurre? Pensaba responderle con hechizos más serios. Quizás está jugando conmigo.
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