Hiro atravesaba las dunas barriendo su frente con sudor. El sol dibujaba con la luz toda la superficie de la arena, sin dejar un solo rastro de sombra. La cantimplora estaba repleta de agua pero su objetivo no era hidratar al viajero.
Pronto aparecieron los restos de una civilización antigua. Crecían algunos pilares desde donde colgaban tripas de cables, también había esqueletos gigantes de lo que antaño fueron guardianes y sobre todo hileras de crucifijos sin nombre donde descansaban muertos sin nadie que los recordara.
En el centro de las ruinas se erigía una estructura piramidal. Hiro ascendió por los escalones de chapa, con cuidado de no tropezar con el cableado suelto. En la cima esperaba un pilar con una cúpula destruida de la que solo quedaban unos dientes de cristal afilados como cuchillas guardando el interior. Hiro abrió con cuidado la cantimplora y vertió el agua sobre la tierra, empapando el brote de hierba reseco que asomaba con timidez.
Un movimiento pesado le alertó. Tiró la cantimplora dentro del cristal y desenfundó la pistola de plasma. Una figura gigante se alzaba cubierta por cataratas de fina arena, uno de los guardianes todavía funcionaba.
Hiro disparó sobre el pecho del gigante. La cubierta deteriorada por el paso del tiempo se fracturó en mil pedazos, como si en el pasado hubiera sido una figura de arena. Pero antes de caer, adelantó el brazo mecánico sobre Hiro, siendo clavado dentro de la cúpula. Cubriéndolo todo de sangre y carne.
A la semana, el brote de hierba mostró su agradecimiento en forma de una hermosa flor.
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